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SALA DE MÁQUINAS

La Creación (II)

El día segundo 

Dijo Dios: “Entre las aguas haya un firmamento separando las unas de las otras”; y así fue: hizo Dios el firmamento, que separó las aguas que hay debajo de las que hay encima de él. Al firmamento lo llamó Dios cielo. Y entre tarde y mañana fue el día segundo”. (Gen. 1:6-8). 

Como la imaginación no conoce límites para dios, y su poder creador sobrepasa cualquier horizonte, ya que es infinito, decidió instaurar, después de hacer morir el día primero, un escenario para comenzar el juego. Un buen lugar de interactuación donde poder arrojar mejor sus dados.  

Así pues, nada más dar comienzo la mañana que él mismo había creado el día anterior, reflexionó y generó un área de interconexión de pensamientos entre entes que carecían todavía de emociones. De forma casi inmediata, concibió una red en el interior de otra, instaurando un espacio dentro del propio espacio, hasta llegar a generar un espacio en sí mismo. Un espacio en un universo infinito. Un cosmos. Un círculo que circulaba dentro de él. Un centro (o varios). Un punto de partida que provenía de otro punto de partida anterior. Un tablero dentro de otro. Un caos. La vida en un mismo tablero. El propio tablero. El centro del juego. El firmamento. 

El lugar, que ya gozaba de tiempo, generado el día anterior, requería de un espacio definido. De un punto de partida. De un centro en su propio centro. Y pensó que si creaba un centro dentro de otro, todo permanecería en el propio centro. Así que comprobó en el propio centro acogería la creación de otros centros propios. Y sólo por este motivo desestimó la generación de un centro solo.  

Así las cosas, dios buscaba, pero no hallaba. Jugaba, pero no disfrutaba. Se sentía, una vez más, vacío. Confundido. Perdido. Sin centro. Y siguió pensando, cavilando. Meditando. Especulando. Por lo que sin más, y desde el libre albedrío del que gozaba -porque en otro tiempo distinto se le había otorgado-, decidió seguir creando. Siguiendo los tiempos que su tiempo le dictaba.  

Pero cuando el creador se distanció por unos instantes de su creación, y la contempló desde lontananza, supo inmediatamente que estaba creando una zona en la que deberían cohabitar y poder moverse otros creadores con sus propios centros. Otros jugadores. Otros rivales.  

Y fue en ese mismo instante cuando le sobrevino un frío, un espasmo. Una convulsión gélida, helada, cósmica. El antecedente de una monstruosa subida de temperatura: la fiebre, que no es sino un síntoma de una enfermedad, la que quizá el propio juego le estaba generando.  

No ajeno al presagio, al síntoma: el temor se adueñó de dios. Y del temor nació la obsesión. Y de la obsesión, la manía. Y de la manía, la ansiedad. Y de la ansiedad, el pánico. Y del pánico, la ira. Y su propia ira, la de dios, le condujo al enajenamiento. Y del enajenamiento nació el acontecimiento. Y rompió el tablero. Y lo partió así en dos mitades creando, iracundo, dos espacios diferentes. Dos lugares distintos en donde jugar dos partidas desiguales.  

Y viendo dios que el temor le podría volver a desatar la ira, decidió quedarse con una de las dos mitades. Y a esa parte del tablero, del firmamento, la llamó dios cielo: un espacio reservado para jugar sólo él a otro juego.

Y así, entre tarde y mañana, fue el día segundo.

La Creación (I)

El día primero

"Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era una soledad caótica y las tinieblas cubrían el abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Y dijo Dios: «Haya luz», y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien y la separó de las tinieblas: a la luz la llamó día y a las tinieblas noche. Y entre tarde y mañana fue el día primero". (Gen. 1:1-5).

Dios está entre nosotros. Vive y es uno de nosotros. Dios sueña, imagina y crea como nosotros. Y como a cualquiera de nosotros, le encanta jugar. Le apasiona jugar. Se encuentra seducido, atrapado, enganchado al mismo juego al que jugamos nosotros. Y juega con las mismas reglas. Con las mismas normas. Con las mismas leyes. Con los mismos códigos. Con las mismas pautas.

Dios, creador, como nosotros, no para de jugar. Y juega, como nosotros, en el mismo espacio. En el mismo tiempo. En el mismo tablero, en donde arroja los mismos dados.

Dios, como a cualquier otro jugador, unas veces le sobreviene la victoria y otras, la derrota. Porque dios, aunque nació para ser ganador, también conoce el fracaso. Y lo vive a diario:

Por la mañana se despereza, se levanta del lecho, orina, se asea, desayuna y se marcha a trabajar. Cuando llega a su cubículo saluda a sus amigos, y si el día anterior ha habido jornada deportiva, la comenta con los compañeros.

Luego, tras volver a evacuar, comienza sus tareas cotidianas: unas veces es muy eficaz y otras no lo es tanto. A la hora del almuerzo, come lo que se ha ganado. Después, prosigue con sus quehaceres y cuando remata la faena –si es que ha logrado hacerlo-, regresa a casa. Allí, normalmente, le espera su hijo. O su padre -porque él algunas veces es hijo y otras veces padre-.

Habitualmente, antes de cenar y después de descontenerse, suele conversar con el hijo. O con el padre. Y dialoga de lo que le ha acontecido durante el día, aunque nunca es profundo en sus reflexiones: se reserva algunos de sus pensamientos, porque sabe que frente a él hay otro jugador que juega en su mismo tablero en donde arroja los mismos dados.

Después de la disertación, prepara la cena. Y una vez comido por lo servido, ora, orina y se acuesta para soñar. Para inventar. Para seguir creando. Para continuar jugando. Y es que dios ya no puede parar de jugar, ni siquiera cuando duerme. Porque una vez, en su soledad caótica, mientras aleteaba entre las aguas de las tinieblas que cubrían el abismo de su pensamiento, arrojó los dados para separar la luz de la oscuridad. El día de la noche. La tarde de la mañana para comenzar el juego.

Y así fue el día primero.

Sin secretos

Hace mucho tiempo que decidí despojarme de cualquier cosa, sustancial o etérea, que supusiera  un lastre para mi voluntariosa pero macilenta hechura. No lo hice por temeridad o imprudencia, ni por menosprecio o disfavor. Lo hice simplemente por descargar peso. Y muy concretamente por el que supone la rémora del secreto, que no es si no un fardo.

Al principio quemé algunos manuscritos -propios, de conocidos o de extraños- que guardaba en lugares donde solamente yo tenía acceso; y si algunos de vosotros al leer estas líneas os dais por referidos, no lo hagáis: lo hice por vuestro bien y, por supuesto, por el mío propio.  

Más tarde -y los aludidos de alguna forma lo saben- decidí conferir a desconocidos algunos presentes que me dispensaron los que nunca estuvieron presentes, por lo que ahora permanezco sin envoltorios. 

Luego, y os prometo que éste fue el que menos me costó en su despojo, me deshice de los elogios o dádivas contra mí acometidas. Para luego, finalmente, quedarme lleno de vacío.  

Y ahora que ya estoy “ligero de equipaje” y esperando que tarde en partir “la nave que nunca ha de tornar” resurjo, aliviado de las cargas puestas (o interpuestas), libre. Sin secretos. Porque mi manso pensamiento no precisa de más espacio del que se presta en este medio. 

David Lavilla Muñoz.